Cada juicio por delitos de lesa humanidad es la ventana a nuevas historias dramáticas, pero también heroicas, con nombres propios. ¿Por qué seguir asistiendo a esas audiencias cuando es conocido el modus operandi y la inconcebible crueldad del terrorismo de Estado? Para que la memoria tenga rasgos particulares, que hable de las personas.
Por Sonia Tessa
En el preciso instante en que Adriana Alvira empezó a contar su historia, la desaparición de sus hermanas María Cristina y Raquel, secuestradas junto a Horacio Martínez el 5 de mayo de 1977 en su casa de Alvear 1519 en San Nicolás; el valor del juicio que se desarrolla por delitos de lesa humanidad en esa ciudad, a cargo del Tribunal Oral Federal número 2 de Rosario, volvió a agigantarse. Como cada vez que un testigo cuenta lo vivido. En la causa Alvira, que juzga la desaparición de seis personas, el acusado es Manuel Fernando Saint Amant, que fue jefe del Area 132 del Comando del Primer Cuerpo de Ejército. No sólo se trata del estado argentino juzgando a quienes cometieron los crímenes en su nombre, sino también de la tardía reparación de cada historia particular, de cada resistencia. Pero además, los juicios todavía permiten avanzar en la investigación: la declaración de una vecina de María Rosa Baronio y Eduardo Reale, otros dos desaparecidos de la misma causa Alvira, permitirá investigar a otro militar, de apellido Poncio, que -según dijo-, participó del operativo (ver aparte). El juicio muestra además, la "generosidad" (según palabras del propio fiscal Juan Patricio Murray) del juez de instrucción Carlos Villafuerte Ruso, que sobreseyó, entre otros, al suboficial Roberto Nilson Suárez, quien -llamado como testigo- se contradijo hasta exasperar a los presentes. "Llegamos al juicio oral con muchos menos imputados de los que se podía llegar. Con los tres casos pasó lo mismo. El juez nunca investigó y también sobreseyó pese a contar con pruebas. Villafuerte Ruso dejó explícita su opinión sobre los hechos, pese a que no correspondía, y todos esos problemas que tuvimos en la causa hoy se expresan en el juicio oral y público", expresó Ana Oberlin, abogada de Hijos y de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.
El juicio continúa este martes, desde las 9.30, en los Tribunales Federales de Rosario, con la declaración del abogado santafesino Jorge Pedraza. Acumula tres causas: la caratulada Alvira, donde se juzga la desaparición de las hermanas Raquel y María Cristina Alvira, Horacio Martínez, Rosa Baronio, Eduardo Reale y María Regina Spotti. En este expediente también se trata la sustracción ilegal de Fernando Alvira, hijo de María Cristina y Martínez, como así también de los dos niños de Spotti, Víctor y Martín Almada. La otra causa es por la masacre de la calle Juan B. Justo, ocurrida el 19 de noviembre de 1976, donde un operativo conjunto mató a Ana del Carmen Granada, Omar Amestoy, Ana María Fettolini y los niños Fernando y María Eugenia Amestoy, de tres y cinco años. En esta causa, además de Saint Amant están imputados el ex jefe de la policía federal de San Nicolás, Jorge Muñoz, y el militar retirado Antonio Bossie, que integraba la plana mayor del Area 132. El martes 21 de agosto comenzarán los testigos de esta causa, todos declararán en San Nicolás, adonde volverá a constituirse el Tribunal integrado por Beatriz Caballero de Baravani, Jorge Venegas Echagüe y Omar Digerónimo. Se espera que el primero sea Manuel Gonçalves Granada, el único sobreviviente de la masacre, que tenía cinco meses cuando su madre fue asesinada. Antes, ella lo escondió en un placard, dentro del moisés, envuelto en un colchón, para protegerlo de las balas y los gases lacrimógenos. La tercera causa es por el secuestro de José Emilio Mastroberardino, propietario de la casa que alquilaban Spotti y su marido, Víctor Almada, quien logró escapar cuando llegaba a su casa. A Mastroberardino lo tuvieron una semana detenido ilegalmente, por haberles alquilado la casa a los Almada.
Cada juicio es además, como dijo Ingrid Schetgel, militante de Hijos y maestra, "una fenomenal enseñanza sobre la dictadura". La suspensión del estado de derecho queda patente en los relatos. Por ejemplo, el de María Inés Albuerno, vecina de la pareja que integraban Baronio y Reale. Esa mujer se preguntó, cuando vio cómo se llevaban a la joven en un auto, si "nadie podía hacer nada". Y decidió hacer lo que consideró correcto: avisar a la policía. La mujer no sabía que esa fuerza era parte de la maquinaria del terror. Por eso, desde el Espacio Juicio y Castigo convocan a asistir a los juicios, tras un trámite sencillo: la presentación de una fotocopia del documento nacional de identidad. Se trata de una historia que es presente.
* Al hall del Concejo Municipal de San Nicolás llegó Susana Lagorio en busca de Manuel Gonçalves Granada, el martes, el primer día que el juicio se hizo en esa ciudad. A Susana los ojos se le llenaron de lágrimas una y otra vez desde el momento en que pudo ver de nuevo a aquel bebé que tuvo en brazos hace 35 años, en el hospital San Felipe, en la habitación a la que habían confinado al único sobreviviente de la masacre de la calle Juan B. Justo. En la madrugada del 19 de noviembre de 1976, a ese centro de salud llegaron tres cadáveres de personas adultas. Y tres niños. Manuel tenía cinco meses, estaba en su moisés, con las vías respiratorias afectadas por los gases lacrimógenos. Fernando Amestoy, de 3 años, llegó asfixiado y murió en pocos minutos. María Eugenia, de cinco, pudo decir su nombre. La niña tenía una colita en el pelo, recuerda Lagorio, y sobrevivió algunas horas. El bebé, en cambio, vivió, solo, durante cuatro meses, en una habitación separada del resto de los niños internados en el hospital de agudos. Sólo la familia del policía Ricardi estaba autorizada para verlo.
Las enfermeras, las mucamas del hospital, sólo podían entrar a la habitación con custodia policial. Si los efectivos llevaban gorras, el bebé lloraba, inconsolable. "Era un bebé precioso, chiquito", dice Susana y hace el gesto de acunarlo en sus brazos. "Fue emocionante. Yo era mucama, auxiliar de enfermería, un poquito de todo. Lo tuve en brazos. Hay muchas enfermeras que lo cuidaron", dijo, aún tratando de reponerse del impacto del reencuentro. Más tarde, Manuel dirá, con su capacidad reflexiva, que muchas veces se pregunta cómo sobrevivió, tan pequeño, al desamparo. De qué se tomaba aquel bebé de cinco meses para aferrarse a la vida. Y contará que, cuando su hija cumplió cinco meses, entró en crisis al pensar que ése fue todo el tiempo que tuvo para compartir con su mamá.
* Beatriz Baronio fue la primera testigo. Los problemas de sonido en la sala del Concejo Deliberante hicieron difícil seguir su testimonio, pero igual fue inevitable emocionarse cuando contó el momento en que recibió el anónimo con el aviso del secuestro de su hermana, María Rosa. Su madre le arrancó el papel de las manos, comenzó a gritar. Era demasiado para esa madre que acaba de enterrar a Alberto Baronio, su hijo mayor, asesinado por el Ejército el 21 de abril de 1977 en Zárate. María Rosa y su pareja, Eduardo Reale, fueron secuestrados el 4 de mayo, pero el aviso llegó tarde a la familia, 20 días después. "Mi papá no salió nunca más desde lo que pasó con mis hermanos. Y de mi mamá, me acuerdo de despertarme a la madrugada con el llanto de ella", dijo Beatriz en la audiencia, el martes pasado. Su hermana María Rosa estudiaba en la Universidad Nacional del Litoral y fue suspendida por sus actividades políticas. Como todos los desaparecidos de la causa Alvira, fue a San Nicolás a refugiarse de la persecución, y vivió allí desde fines de 1975. "Nosotros íbamos a visitarla a San Nicolás, hacía una vida normal", dijo Beatriz. El dolor quedó a flor de piel cuando contó qué la carcome. "A mí me pone muy mal porque mi hermana estaba embarazada de tres meses. Yo no sé lo que pasó con ella, no sé si la agarraron y la mataron. No sé si mi sobrino nació o no", dijo la mujer.
* La historia de la familia Alvira tuvo como portavoz a Adriana, que tenía 16 años cuando desaparecieron sus hermanas Raquel y María Cristina. Vicente Marcial Alvira era un productor de Colonia San Roque, en el extremo norte de la provincia, que a partir de 1977 viajó primero a San Nicolás, para recuperar a su nieto Fernando, y luego infinidad de veces a Buenos Aires, para pedir datos sobre sus hijas. "Un día, mi papá se tomó el tren, compró un diario y vio una solicitada de las Madres de Plaza de Mayo. Supo que no estaba solo, que éramos muchos los que buscábamos a nuestros familiares", relató Adriana frente al Tribunal. La demora de los juicios se hace carne en Vicente Alvira. Nunca pudo ver juzgado, ni siquiera, al máximo responsable de esas desapariciones, Saint Amant. Y hay más: murieron impunes otros dos acusados en la causa, el mayor Diego Ricardez y el sacerdote Miguel Angel Regueiro, que ejecutó la coerción para entregar al bebé de nueve meses a su familia. Vicente Alvira debió firmar que sus hijas eran delincuentes subversivas para recuperar a su nieto.
* El testigo más esperado en la ciudad de San Nicolás fue, claro, José María "Cholo" Budassi. Cuando salió del Concejo Deliberante, los aplausos y los abrazos fueron interminables. "Es nuestro héroe local", dijo una vecina, con lágrimas en los ojos. El Cholo tenía 19 años cuando fue secuestrado, en la calle, camino a su casa, el 4 de mayo de 1977, a las 22. Pasó por tres centros clandestinos de detención en su ciudad. En la Brigada de Investigaciones estuvo con María Regina Spotti, que era su responsable en la organización Montoneros. Permaneció con ella, en el mismo lugar, tres o cuatro días, y fue el último que pudo escucharla viva. "En el momento en que no había guardias, a veces hablábamos con Regina por la pared. Ella me preguntó si sabía algo de sus hijos, de su compañero. Me contó que tenía una hermana, Claudia, que estaba detenida en Devoto. Que la habían careado con un compañero, Tito, que cayó en el río, y que después pudimos saber que era Carlos Armando Grande", relató el Cholo, integrante de la Mesa por la Memoria en su ciudad, el miércoles, frente al Tribunal, con la sala repleta de público que quería escucharlo, y más gente afuera. "En medio de ese infierno, la esperanza no tenía color, con ella nos acompañamos en esos breves días de mayo. Me tranquilizaba oírla. Con los años, muchas noches desperté escuchando su voz, era de una dulzura resignada. Aunque no la veía, yo me la imaginaba del otro lado, quizás por eso no puedo olvidarla, porque aunque sé que ya no está, la sigo escuchando", escribió el Cholo en 2009. Preso hasta la Navidad de 1982, cuando recuperó su libertad tenía 25 años. "Creo que aprendí más de la militancia y del compromiso político en la cárcel que en el breve lapso de mi militancia anterior", dijo ante una pregunta capciosa del abogado defensor de Saint Amant, Mauricio Bonchini.
Cada juicio por delitos de lesa humanidad es la ventana a nuevas historias dramáticas, pero también heroicas, con nombres propios. ¿Por qué seguir asistiendo a esas audiencias cuando es conocido el modus operandi y la inconcebible crueldad del terrorismo de estado? Para que la memoria tenga rasgos particulares, que hable de las personas.
El barrio como testigo
El 4 de mayo de 1977, María Inés Albuerno se preguntó si nadie iba a hacer nada para impedir que secuestraran a Mary, la chica que vivía frente a su casa. Tomó la bolsa de los mandados, fue a visitar a una amiga, y se decidió a hacer la denuncia en la comisaría, donde le dijeron que se iban a ocupar. Más tarde, vio que un camión del Ejército se llevaba los muebles y los objetos del "matrimonio joven", que eran María Rosa Baronio y Eduardo Reale, aunque ella no lo sabía. Una semana después, llegó el joven a su propia casa, y al ver que estaba ocupada por las fuerzas de seguridad, salió corriendo, perseguido con disparos. En el barrio se dijo que había tomado la pastilla de cianuro.
El miércoles pasado, en el juicio oral y público, identificó como una de las personas que estaba en los operativos a un militar que vivía cerca de su casa, en la peatonal 2 de San Nicolás, del barrio Don Bosco, una calle que sólo tiene 2 cuadras. Dijo que su apellido era Ponce, y después lo mencionó como Poncio. De inmediato, la fiscal Adriana Saccone pidió que se libre un oficio para averiguar si había algún militar con esos apellidos en 1977, en San Nicolás. Antes de terminar la audiencia, pudieron comprobar en documentación ya existente en esa época había en San Nicolás un militar de apellido Ponci. De este modo, la declaración de una vecina, después de 35 años, permite abrir una investigación sobre otro de los participantes de la represión ilegal.
Por Sonia Tessa
En el preciso instante en que Adriana Alvira empezó a contar su historia, la desaparición de sus hermanas María Cristina y Raquel, secuestradas junto a Horacio Martínez el 5 de mayo de 1977 en su casa de Alvear 1519 en San Nicolás; el valor del juicio que se desarrolla por delitos de lesa humanidad en esa ciudad, a cargo del Tribunal Oral Federal número 2 de Rosario, volvió a agigantarse. Como cada vez que un testigo cuenta lo vivido. En la causa Alvira, que juzga la desaparición de seis personas, el acusado es Manuel Fernando Saint Amant, que fue jefe del Area 132 del Comando del Primer Cuerpo de Ejército. No sólo se trata del estado argentino juzgando a quienes cometieron los crímenes en su nombre, sino también de la tardía reparación de cada historia particular, de cada resistencia. Pero además, los juicios todavía permiten avanzar en la investigación: la declaración de una vecina de María Rosa Baronio y Eduardo Reale, otros dos desaparecidos de la misma causa Alvira, permitirá investigar a otro militar, de apellido Poncio, que -según dijo-, participó del operativo (ver aparte). El juicio muestra además, la "generosidad" (según palabras del propio fiscal Juan Patricio Murray) del juez de instrucción Carlos Villafuerte Ruso, que sobreseyó, entre otros, al suboficial Roberto Nilson Suárez, quien -llamado como testigo- se contradijo hasta exasperar a los presentes. "Llegamos al juicio oral con muchos menos imputados de los que se podía llegar. Con los tres casos pasó lo mismo. El juez nunca investigó y también sobreseyó pese a contar con pruebas. Villafuerte Ruso dejó explícita su opinión sobre los hechos, pese a que no correspondía, y todos esos problemas que tuvimos en la causa hoy se expresan en el juicio oral y público", expresó Ana Oberlin, abogada de Hijos y de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.
El juicio continúa este martes, desde las 9.30, en los Tribunales Federales de Rosario, con la declaración del abogado santafesino Jorge Pedraza. Acumula tres causas: la caratulada Alvira, donde se juzga la desaparición de las hermanas Raquel y María Cristina Alvira, Horacio Martínez, Rosa Baronio, Eduardo Reale y María Regina Spotti. En este expediente también se trata la sustracción ilegal de Fernando Alvira, hijo de María Cristina y Martínez, como así también de los dos niños de Spotti, Víctor y Martín Almada. La otra causa es por la masacre de la calle Juan B. Justo, ocurrida el 19 de noviembre de 1976, donde un operativo conjunto mató a Ana del Carmen Granada, Omar Amestoy, Ana María Fettolini y los niños Fernando y María Eugenia Amestoy, de tres y cinco años. En esta causa, además de Saint Amant están imputados el ex jefe de la policía federal de San Nicolás, Jorge Muñoz, y el militar retirado Antonio Bossie, que integraba la plana mayor del Area 132. El martes 21 de agosto comenzarán los testigos de esta causa, todos declararán en San Nicolás, adonde volverá a constituirse el Tribunal integrado por Beatriz Caballero de Baravani, Jorge Venegas Echagüe y Omar Digerónimo. Se espera que el primero sea Manuel Gonçalves Granada, el único sobreviviente de la masacre, que tenía cinco meses cuando su madre fue asesinada. Antes, ella lo escondió en un placard, dentro del moisés, envuelto en un colchón, para protegerlo de las balas y los gases lacrimógenos. La tercera causa es por el secuestro de José Emilio Mastroberardino, propietario de la casa que alquilaban Spotti y su marido, Víctor Almada, quien logró escapar cuando llegaba a su casa. A Mastroberardino lo tuvieron una semana detenido ilegalmente, por haberles alquilado la casa a los Almada.
Cada juicio es además, como dijo Ingrid Schetgel, militante de Hijos y maestra, "una fenomenal enseñanza sobre la dictadura". La suspensión del estado de derecho queda patente en los relatos. Por ejemplo, el de María Inés Albuerno, vecina de la pareja que integraban Baronio y Reale. Esa mujer se preguntó, cuando vio cómo se llevaban a la joven en un auto, si "nadie podía hacer nada". Y decidió hacer lo que consideró correcto: avisar a la policía. La mujer no sabía que esa fuerza era parte de la maquinaria del terror. Por eso, desde el Espacio Juicio y Castigo convocan a asistir a los juicios, tras un trámite sencillo: la presentación de una fotocopia del documento nacional de identidad. Se trata de una historia que es presente.
* Al hall del Concejo Municipal de San Nicolás llegó Susana Lagorio en busca de Manuel Gonçalves Granada, el martes, el primer día que el juicio se hizo en esa ciudad. A Susana los ojos se le llenaron de lágrimas una y otra vez desde el momento en que pudo ver de nuevo a aquel bebé que tuvo en brazos hace 35 años, en el hospital San Felipe, en la habitación a la que habían confinado al único sobreviviente de la masacre de la calle Juan B. Justo. En la madrugada del 19 de noviembre de 1976, a ese centro de salud llegaron tres cadáveres de personas adultas. Y tres niños. Manuel tenía cinco meses, estaba en su moisés, con las vías respiratorias afectadas por los gases lacrimógenos. Fernando Amestoy, de 3 años, llegó asfixiado y murió en pocos minutos. María Eugenia, de cinco, pudo decir su nombre. La niña tenía una colita en el pelo, recuerda Lagorio, y sobrevivió algunas horas. El bebé, en cambio, vivió, solo, durante cuatro meses, en una habitación separada del resto de los niños internados en el hospital de agudos. Sólo la familia del policía Ricardi estaba autorizada para verlo.
Las enfermeras, las mucamas del hospital, sólo podían entrar a la habitación con custodia policial. Si los efectivos llevaban gorras, el bebé lloraba, inconsolable. "Era un bebé precioso, chiquito", dice Susana y hace el gesto de acunarlo en sus brazos. "Fue emocionante. Yo era mucama, auxiliar de enfermería, un poquito de todo. Lo tuve en brazos. Hay muchas enfermeras que lo cuidaron", dijo, aún tratando de reponerse del impacto del reencuentro. Más tarde, Manuel dirá, con su capacidad reflexiva, que muchas veces se pregunta cómo sobrevivió, tan pequeño, al desamparo. De qué se tomaba aquel bebé de cinco meses para aferrarse a la vida. Y contará que, cuando su hija cumplió cinco meses, entró en crisis al pensar que ése fue todo el tiempo que tuvo para compartir con su mamá.
* Beatriz Baronio fue la primera testigo. Los problemas de sonido en la sala del Concejo Deliberante hicieron difícil seguir su testimonio, pero igual fue inevitable emocionarse cuando contó el momento en que recibió el anónimo con el aviso del secuestro de su hermana, María Rosa. Su madre le arrancó el papel de las manos, comenzó a gritar. Era demasiado para esa madre que acaba de enterrar a Alberto Baronio, su hijo mayor, asesinado por el Ejército el 21 de abril de 1977 en Zárate. María Rosa y su pareja, Eduardo Reale, fueron secuestrados el 4 de mayo, pero el aviso llegó tarde a la familia, 20 días después. "Mi papá no salió nunca más desde lo que pasó con mis hermanos. Y de mi mamá, me acuerdo de despertarme a la madrugada con el llanto de ella", dijo Beatriz en la audiencia, el martes pasado. Su hermana María Rosa estudiaba en la Universidad Nacional del Litoral y fue suspendida por sus actividades políticas. Como todos los desaparecidos de la causa Alvira, fue a San Nicolás a refugiarse de la persecución, y vivió allí desde fines de 1975. "Nosotros íbamos a visitarla a San Nicolás, hacía una vida normal", dijo Beatriz. El dolor quedó a flor de piel cuando contó qué la carcome. "A mí me pone muy mal porque mi hermana estaba embarazada de tres meses. Yo no sé lo que pasó con ella, no sé si la agarraron y la mataron. No sé si mi sobrino nació o no", dijo la mujer.
* La historia de la familia Alvira tuvo como portavoz a Adriana, que tenía 16 años cuando desaparecieron sus hermanas Raquel y María Cristina. Vicente Marcial Alvira era un productor de Colonia San Roque, en el extremo norte de la provincia, que a partir de 1977 viajó primero a San Nicolás, para recuperar a su nieto Fernando, y luego infinidad de veces a Buenos Aires, para pedir datos sobre sus hijas. "Un día, mi papá se tomó el tren, compró un diario y vio una solicitada de las Madres de Plaza de Mayo. Supo que no estaba solo, que éramos muchos los que buscábamos a nuestros familiares", relató Adriana frente al Tribunal. La demora de los juicios se hace carne en Vicente Alvira. Nunca pudo ver juzgado, ni siquiera, al máximo responsable de esas desapariciones, Saint Amant. Y hay más: murieron impunes otros dos acusados en la causa, el mayor Diego Ricardez y el sacerdote Miguel Angel Regueiro, que ejecutó la coerción para entregar al bebé de nueve meses a su familia. Vicente Alvira debió firmar que sus hijas eran delincuentes subversivas para recuperar a su nieto.
* El testigo más esperado en la ciudad de San Nicolás fue, claro, José María "Cholo" Budassi. Cuando salió del Concejo Deliberante, los aplausos y los abrazos fueron interminables. "Es nuestro héroe local", dijo una vecina, con lágrimas en los ojos. El Cholo tenía 19 años cuando fue secuestrado, en la calle, camino a su casa, el 4 de mayo de 1977, a las 22. Pasó por tres centros clandestinos de detención en su ciudad. En la Brigada de Investigaciones estuvo con María Regina Spotti, que era su responsable en la organización Montoneros. Permaneció con ella, en el mismo lugar, tres o cuatro días, y fue el último que pudo escucharla viva. "En el momento en que no había guardias, a veces hablábamos con Regina por la pared. Ella me preguntó si sabía algo de sus hijos, de su compañero. Me contó que tenía una hermana, Claudia, que estaba detenida en Devoto. Que la habían careado con un compañero, Tito, que cayó en el río, y que después pudimos saber que era Carlos Armando Grande", relató el Cholo, integrante de la Mesa por la Memoria en su ciudad, el miércoles, frente al Tribunal, con la sala repleta de público que quería escucharlo, y más gente afuera. "En medio de ese infierno, la esperanza no tenía color, con ella nos acompañamos en esos breves días de mayo. Me tranquilizaba oírla. Con los años, muchas noches desperté escuchando su voz, era de una dulzura resignada. Aunque no la veía, yo me la imaginaba del otro lado, quizás por eso no puedo olvidarla, porque aunque sé que ya no está, la sigo escuchando", escribió el Cholo en 2009. Preso hasta la Navidad de 1982, cuando recuperó su libertad tenía 25 años. "Creo que aprendí más de la militancia y del compromiso político en la cárcel que en el breve lapso de mi militancia anterior", dijo ante una pregunta capciosa del abogado defensor de Saint Amant, Mauricio Bonchini.
Cada juicio por delitos de lesa humanidad es la ventana a nuevas historias dramáticas, pero también heroicas, con nombres propios. ¿Por qué seguir asistiendo a esas audiencias cuando es conocido el modus operandi y la inconcebible crueldad del terrorismo de estado? Para que la memoria tenga rasgos particulares, que hable de las personas.
El barrio como testigo
El 4 de mayo de 1977, María Inés Albuerno se preguntó si nadie iba a hacer nada para impedir que secuestraran a Mary, la chica que vivía frente a su casa. Tomó la bolsa de los mandados, fue a visitar a una amiga, y se decidió a hacer la denuncia en la comisaría, donde le dijeron que se iban a ocupar. Más tarde, vio que un camión del Ejército se llevaba los muebles y los objetos del "matrimonio joven", que eran María Rosa Baronio y Eduardo Reale, aunque ella no lo sabía. Una semana después, llegó el joven a su propia casa, y al ver que estaba ocupada por las fuerzas de seguridad, salió corriendo, perseguido con disparos. En el barrio se dijo que había tomado la pastilla de cianuro.
El miércoles pasado, en el juicio oral y público, identificó como una de las personas que estaba en los operativos a un militar que vivía cerca de su casa, en la peatonal 2 de San Nicolás, del barrio Don Bosco, una calle que sólo tiene 2 cuadras. Dijo que su apellido era Ponce, y después lo mencionó como Poncio. De inmediato, la fiscal Adriana Saccone pidió que se libre un oficio para averiguar si había algún militar con esos apellidos en 1977, en San Nicolás. Antes de terminar la audiencia, pudieron comprobar en documentación ya existente en esa época había en San Nicolás un militar de apellido Ponci. De este modo, la declaración de una vecina, después de 35 años, permite abrir una investigación sobre otro de los participantes de la represión ilegal.
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