Testimonio en el juicio en el TOF 2 que sustancia la causa "Diaz Bessone" por terrorismo de Estado
Si los ejecutores del terrorismo de Estado imaginaron que sus víctimas serían una correa de transmisión del horror, muchos, la mayoría de los militantes que salvaron su vida dieron vuelta como un guante ese mandato, y convirtieron sus palabras en un acto de justicia.
Por Sonia Tessa
Aplausos, abrazos. La salida de cada testigo que termina su declaración frente al Tribunal Federal Oral número 2 es un ritual de afecto y contención, de respeto y admiración. Es también un gesto que confirma el carácter histórico del proceso oral y público de la causa Díaz Bessone (ex Feced), pero también el alto valor simbólico de las palabras de cada sobreviviente. Recordar a los compañeros y compañeras desaparecidos, dar cuenta del horror y el dolor que aquellos jóvenes sufrieron antes de ser eliminados físicamente, rememorar los tormentos propios, es un esfuerzo que los y las sobrevivientes encaran, como lo vienen haciendo desde hace casi 30 años, con valentía y compromiso. Si los ejecutores del terrorismo de Estado imaginaron que sus víctimas serían una correa de transmisión del horror, muchos, la mayoría de los militantes que salvaron su vida dieron vuelta como un guante ese mandato, y convirtieron sus palabras en un acto de justicia. A puro riesgo, voluntad y construcción colectiva.
Aunque los 10 testigos de la primera semana contaron los tormentos sufridos en carne propia, los momentos de mayor emotividad los vivieron al recordar a los compañeros desaparecidos. En la puerta de los Tribunales, después de abrazarse con otros testigos, María Virginia Molina le puso palabras: "Hablamos nosotros, porque somos los sobrevivientes", dijo.
Nadie salió indemne de los relatos escuchados en la sala de audiencias. Personas que rondan los 50 años, contaron los tormentos a los que fueron sometidos cuando eran adolescentes. Tenían sólo 15, 16 o 17 años cuando los integrantes de la patota de Feced se ensañaron con ellos. Eran varios de los testigos de estos días militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios. Formaban parte de una generación que estaba convencida de construir un mundo mejor, empezaban a urdir ese proyecto. Por eso, sus momentos de mayor compromiso fueron al contar cómo vieron morir o ir hacia la muerte a compañeras y compañeros. Daniel Gorosito, Ruth González, fueron dos nombres que se repitieron en muchos testimonios. El primero, militante del Ejército Revolucionario del Pueblo, fue arrancado de la cárcel de Coronda para ser ejecutado. La segunda, de la misma agrupación, fue sacada de la Alcaidía que funcionaba en la Jefatura, con promesas de libertad, para ser asesinada en un enfrentamiento fraguado.
Esteban Mariño y Jorge Palombo recordaron a Eduardo Alberto Pérez, militante de la UES que continúa desaparecido. A Mariño lo llevaron de carnada al secuestro del compañero. "Una de las razones por la que soy testigo es la vida de Pérez", dijo en la audiencia. Palombo contó cómo lo habían amenazado con matarlo como a Pérez si no colaboraba con los torturadores.
Gustavo Mechetti, que tenía 25 años al ser secuestrado, y era un cuadro de Montoneros, relató que había visto a su compañero Osvaldo Vermeulén negarse a firmar el traslado, porque sabía que iban a matarlo. Vermeulén tenía una herida de Itaka en uno de los brazos. "No le hicieron ninguna curación. Al contrario, todo lo que hacían era para provocarle daño", recordó Mechetti, el primer testigo, que abrió la ronda el lunes a la mañana. Entre el público, con los ojos llenos de tristeza, Norma Vermeulén honraba su pañuelo blanco. Esa primera mañana de testimonios estuvo también Chiche Massa, de Madres de la Plaza 25 de mayo. Y Herminia Severini. Ellas, que con sus vueltas en la plaza dieron el puntapié inicial de un movimiento ejemplar en el mundo, soportan el relato de lo que padecieron sus hijos. "Escuché cómo se emocionó Mechetti cuando recordó los últimos momentos de Osvaldo", dijo Norma a la salida de la audiencia. Su propia emoción a través de los compañeros.
Yoli Medina es la hermana de Oscar, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores que fue secuestrado el 20 de octubre de 1976, a los 21 años, en su ciudad, Villa Gobernador Galvez, y fue homenajeado allí mismo esta semana. Yoli es infaltable en las audiencias y en el aguante, un espacio de reunión entre militantes históricos y unos cuantos jóvenes que acompaña el desarrollo del juicio en la vereda de calle Oroño.
Yoli está habilitada a ingresar a la sala ya que el caso de su hermano no fue elevado aún a juicio oral y público. Se enoja con los artilugios jurídicos, siente que las cuestiones procesales juegan siempre a favor de los represores, sufre cada vez que escucha relatos de tortura. "Yo tengo la intuición de que mi hermano estuvo un par de días nada más en alguna casa que usaban de centro clandestino de detención, él tenía un soplo al corazón", dice en el camino que separa la sala de audiencias de la calle Oroño. Yoli quiere creer que su hermano no sufrió tanto, que los tormentos duraron poco tiempo. Cuando secuestraron a Oscar, su otro hermano, Héctor (el Chinche) estaba preso en Coronda. Yoli era la hermana mayor de once hermanos. Recuerda cómo salió en busca de abogados que la ayudaran. No era la primera vez que lo hacía. Yoli sabía que los represores torturaban porque Oscar había estado preso durante la dictadura anterior, antes de 1973, y lo había visto con signos de violencia en el cuerpo. "No llores, no llores. A ellos no le importa que vos sufras, al contrario", le dijo su hermano una vez que ella fue a visitarlo a la Policía Federal, en la época de Agustín Lanusse. Yoli lo había visto flaco, lastimado. No podía soportar que le hubieran hecho eso a su hermano menor, del que se siente casi una madre, dado que le llevaba ocho años. Con él se vinieron a trabajar en Rosario en 1962. Ella era empleada doméstica, él un obrero metalúrgico que juró no traicionar nunca a su clase.
Yoli cuenta la desesperación que la invadió el día del secuestro de su hermano, al que nunca más vio. Y la incansable búsqueda que inició junto a su madre, Elisa Medina. Por eso, Yoli siente un atropello cada vez que el Tribunal les permite a Ramón Genaro Díaz Bessone, José Rubén Lofiego y José Scortecchini que presencien las audiencias desde una sala contigua. "Nadie nos devuelve todo lo que sufrimos, y estos señores tienen tantas ventajas...", dice Yoli, que todos los días llega desde Villa Gobernador Gálvez a escuchar las audiencias. "Mi ilusión es saber algo más, que alguien diga que lo vio a Oscar, porque no tenemos más datos después de su secuestro", dice en uno de los tantos cuartos intermedios de las audiencias.
En la puerta, Graciela Borda Osella saca fotos. Con su lente, aporta una huella indeleble de un momento que se proyecta al futuro. Quiere que compañeros y compañeras sonrían, que se los vea felices, como eran también los que mataron. Que la sonrisa marque el valor de la Justicia. Y ya encontró la foto que sintetiza el aguante: las manos tomando el mate, un símbolo de lo que se comparte.
Las querellas también están integradas por militantes. Gabriela Durruty, Jessica Pellegrini, Daniela Asinari y Leticia Faccendini integran el equipo de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas y la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. Nadia Schujman y Alvaro Baella son del equipo de Hijos, al igual que Lucas Ciarnello Ibañez, que también representa a la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. No es técnico su trabajo, sino militante. Cada equipo representa a 9 querellantes particulares, y a sus propios organismos.
Pura militancia es la presencia permanente de Alicia Lesgart, conocedora de esta causa desde fines de la dictadura, dado que participó de su armado como integrante de organismos de derechos humanos. Ella sabe decir el nombre y la militancia de cada desaparecido, conoce cada caso, cada lugar de secuestro, cada declaración. Ella lleva la carpeta con las fotos de los desaparecidos, cada una con su nombre, y es una de las que se encarga de repartirlas a quienes se sentarán en la sala.
Cuando empiezan las audiencias, la entrada del público es siempre trabajosa, demora. Muchas veces ingresan cuando los testimonios están empezados, o incluso, terminando. Por eso Alfredo Vibono se plantó. Dijo que había esperado 30 años para ese momento y que no comenzaría antes del ingreso del público.
Es histórico el juicio oral y público a Díaz Bessone, Lo Fiego, Mario Alfredo Marcote, José Antonio Scortecchini, Ramón Rito Vergara y Ricardo Chomicki, el civil que fue secuestrado por la patota pero luego colaboró, y que para muchos no debería ser enjuiciado a la par de los represores. En cambio, para la mayor parte de los testigos sí debe responder ante la justicia. Es lo que Vivono le pidió al Tribunal al final de su declaración.
También fue histórico el proceso que terminó con la condena a prisión perpetua de Oscar Pascual Guerrieri, Jorge Fariña, Juan Daniel Amelong, Eduardo Costanzo y Walter Pagano. Lo será la llamada causa Feced residual, donde hay aún mayor cantidad de imputados. Allí, en esa sala de audiencia, frente a jueces federales, se escucha cómo fue una historia que la memoria colectiva supone, pero recién ahora quedará inscripta en la Justicia en sus detalles, en sus niveles de horror. Por eso los aplausos y los abrazos para los sobrevivientes que ponen el cuerpo a la memoria. Porque están escribiendo la verdad histórica.
Si los ejecutores del terrorismo de Estado imaginaron que sus víctimas serían una correa de transmisión del horror, muchos, la mayoría de los militantes que salvaron su vida dieron vuelta como un guante ese mandato, y convirtieron sus palabras en un acto de justicia.
Por Sonia Tessa
Aplausos, abrazos. La salida de cada testigo que termina su declaración frente al Tribunal Federal Oral número 2 es un ritual de afecto y contención, de respeto y admiración. Es también un gesto que confirma el carácter histórico del proceso oral y público de la causa Díaz Bessone (ex Feced), pero también el alto valor simbólico de las palabras de cada sobreviviente. Recordar a los compañeros y compañeras desaparecidos, dar cuenta del horror y el dolor que aquellos jóvenes sufrieron antes de ser eliminados físicamente, rememorar los tormentos propios, es un esfuerzo que los y las sobrevivientes encaran, como lo vienen haciendo desde hace casi 30 años, con valentía y compromiso. Si los ejecutores del terrorismo de Estado imaginaron que sus víctimas serían una correa de transmisión del horror, muchos, la mayoría de los militantes que salvaron su vida dieron vuelta como un guante ese mandato, y convirtieron sus palabras en un acto de justicia. A puro riesgo, voluntad y construcción colectiva.
Aunque los 10 testigos de la primera semana contaron los tormentos sufridos en carne propia, los momentos de mayor emotividad los vivieron al recordar a los compañeros desaparecidos. En la puerta de los Tribunales, después de abrazarse con otros testigos, María Virginia Molina le puso palabras: "Hablamos nosotros, porque somos los sobrevivientes", dijo.
Nadie salió indemne de los relatos escuchados en la sala de audiencias. Personas que rondan los 50 años, contaron los tormentos a los que fueron sometidos cuando eran adolescentes. Tenían sólo 15, 16 o 17 años cuando los integrantes de la patota de Feced se ensañaron con ellos. Eran varios de los testigos de estos días militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios. Formaban parte de una generación que estaba convencida de construir un mundo mejor, empezaban a urdir ese proyecto. Por eso, sus momentos de mayor compromiso fueron al contar cómo vieron morir o ir hacia la muerte a compañeras y compañeros. Daniel Gorosito, Ruth González, fueron dos nombres que se repitieron en muchos testimonios. El primero, militante del Ejército Revolucionario del Pueblo, fue arrancado de la cárcel de Coronda para ser ejecutado. La segunda, de la misma agrupación, fue sacada de la Alcaidía que funcionaba en la Jefatura, con promesas de libertad, para ser asesinada en un enfrentamiento fraguado.
Esteban Mariño y Jorge Palombo recordaron a Eduardo Alberto Pérez, militante de la UES que continúa desaparecido. A Mariño lo llevaron de carnada al secuestro del compañero. "Una de las razones por la que soy testigo es la vida de Pérez", dijo en la audiencia. Palombo contó cómo lo habían amenazado con matarlo como a Pérez si no colaboraba con los torturadores.
Gustavo Mechetti, que tenía 25 años al ser secuestrado, y era un cuadro de Montoneros, relató que había visto a su compañero Osvaldo Vermeulén negarse a firmar el traslado, porque sabía que iban a matarlo. Vermeulén tenía una herida de Itaka en uno de los brazos. "No le hicieron ninguna curación. Al contrario, todo lo que hacían era para provocarle daño", recordó Mechetti, el primer testigo, que abrió la ronda el lunes a la mañana. Entre el público, con los ojos llenos de tristeza, Norma Vermeulén honraba su pañuelo blanco. Esa primera mañana de testimonios estuvo también Chiche Massa, de Madres de la Plaza 25 de mayo. Y Herminia Severini. Ellas, que con sus vueltas en la plaza dieron el puntapié inicial de un movimiento ejemplar en el mundo, soportan el relato de lo que padecieron sus hijos. "Escuché cómo se emocionó Mechetti cuando recordó los últimos momentos de Osvaldo", dijo Norma a la salida de la audiencia. Su propia emoción a través de los compañeros.
Yoli Medina es la hermana de Oscar, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores que fue secuestrado el 20 de octubre de 1976, a los 21 años, en su ciudad, Villa Gobernador Galvez, y fue homenajeado allí mismo esta semana. Yoli es infaltable en las audiencias y en el aguante, un espacio de reunión entre militantes históricos y unos cuantos jóvenes que acompaña el desarrollo del juicio en la vereda de calle Oroño.
Yoli está habilitada a ingresar a la sala ya que el caso de su hermano no fue elevado aún a juicio oral y público. Se enoja con los artilugios jurídicos, siente que las cuestiones procesales juegan siempre a favor de los represores, sufre cada vez que escucha relatos de tortura. "Yo tengo la intuición de que mi hermano estuvo un par de días nada más en alguna casa que usaban de centro clandestino de detención, él tenía un soplo al corazón", dice en el camino que separa la sala de audiencias de la calle Oroño. Yoli quiere creer que su hermano no sufrió tanto, que los tormentos duraron poco tiempo. Cuando secuestraron a Oscar, su otro hermano, Héctor (el Chinche) estaba preso en Coronda. Yoli era la hermana mayor de once hermanos. Recuerda cómo salió en busca de abogados que la ayudaran. No era la primera vez que lo hacía. Yoli sabía que los represores torturaban porque Oscar había estado preso durante la dictadura anterior, antes de 1973, y lo había visto con signos de violencia en el cuerpo. "No llores, no llores. A ellos no le importa que vos sufras, al contrario", le dijo su hermano una vez que ella fue a visitarlo a la Policía Federal, en la época de Agustín Lanusse. Yoli lo había visto flaco, lastimado. No podía soportar que le hubieran hecho eso a su hermano menor, del que se siente casi una madre, dado que le llevaba ocho años. Con él se vinieron a trabajar en Rosario en 1962. Ella era empleada doméstica, él un obrero metalúrgico que juró no traicionar nunca a su clase.
Yoli cuenta la desesperación que la invadió el día del secuestro de su hermano, al que nunca más vio. Y la incansable búsqueda que inició junto a su madre, Elisa Medina. Por eso, Yoli siente un atropello cada vez que el Tribunal les permite a Ramón Genaro Díaz Bessone, José Rubén Lofiego y José Scortecchini que presencien las audiencias desde una sala contigua. "Nadie nos devuelve todo lo que sufrimos, y estos señores tienen tantas ventajas...", dice Yoli, que todos los días llega desde Villa Gobernador Gálvez a escuchar las audiencias. "Mi ilusión es saber algo más, que alguien diga que lo vio a Oscar, porque no tenemos más datos después de su secuestro", dice en uno de los tantos cuartos intermedios de las audiencias.
En la puerta, Graciela Borda Osella saca fotos. Con su lente, aporta una huella indeleble de un momento que se proyecta al futuro. Quiere que compañeros y compañeras sonrían, que se los vea felices, como eran también los que mataron. Que la sonrisa marque el valor de la Justicia. Y ya encontró la foto que sintetiza el aguante: las manos tomando el mate, un símbolo de lo que se comparte.
Las querellas también están integradas por militantes. Gabriela Durruty, Jessica Pellegrini, Daniela Asinari y Leticia Faccendini integran el equipo de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas y la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. Nadia Schujman y Alvaro Baella son del equipo de Hijos, al igual que Lucas Ciarnello Ibañez, que también representa a la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. No es técnico su trabajo, sino militante. Cada equipo representa a 9 querellantes particulares, y a sus propios organismos.
Pura militancia es la presencia permanente de Alicia Lesgart, conocedora de esta causa desde fines de la dictadura, dado que participó de su armado como integrante de organismos de derechos humanos. Ella sabe decir el nombre y la militancia de cada desaparecido, conoce cada caso, cada lugar de secuestro, cada declaración. Ella lleva la carpeta con las fotos de los desaparecidos, cada una con su nombre, y es una de las que se encarga de repartirlas a quienes se sentarán en la sala.
Cuando empiezan las audiencias, la entrada del público es siempre trabajosa, demora. Muchas veces ingresan cuando los testimonios están empezados, o incluso, terminando. Por eso Alfredo Vibono se plantó. Dijo que había esperado 30 años para ese momento y que no comenzaría antes del ingreso del público.
Es histórico el juicio oral y público a Díaz Bessone, Lo Fiego, Mario Alfredo Marcote, José Antonio Scortecchini, Ramón Rito Vergara y Ricardo Chomicki, el civil que fue secuestrado por la patota pero luego colaboró, y que para muchos no debería ser enjuiciado a la par de los represores. En cambio, para la mayor parte de los testigos sí debe responder ante la justicia. Es lo que Vivono le pidió al Tribunal al final de su declaración.
También fue histórico el proceso que terminó con la condena a prisión perpetua de Oscar Pascual Guerrieri, Jorge Fariña, Juan Daniel Amelong, Eduardo Costanzo y Walter Pagano. Lo será la llamada causa Feced residual, donde hay aún mayor cantidad de imputados. Allí, en esa sala de audiencia, frente a jueces federales, se escucha cómo fue una historia que la memoria colectiva supone, pero recién ahora quedará inscripta en la Justicia en sus detalles, en sus niveles de horror. Por eso los aplausos y los abrazos para los sobrevivientes que ponen el cuerpo a la memoria. Porque están escribiendo la verdad histórica.
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