Marcha por Silvia Suppo ¡Esclarecimiento y Justicia!

martes, 29 de mayo de 2012

La obstinacion de la memoria desde las grietas

Durante la última dictadura militar, un grupo de mujeres decidió luchar contra el infierno de la vida cotidiana escuchando los testimonios de sobrevivientes recién salidos de centros clandestinos de detención, para armar el mapa del terrorismo de Estado en Rosario. Treinta años después, se reencuentran luego de las condenas de la primera parte de la causa Díaz Bessone, en el abrazo de una hermandad que persiste.

 Por Sonia Tessa

Entre las cientos de personas que lloraron y se abrazaron en Rosario, sobre bulevar Oroño, el día de la sentencia de la causa Díaz Bessone por delitos de lesa humanidad, había algunas que tenían demasiado que ver con aquello, aunque ni siquiera se notaban en la multitud. Ana Moro y Graciela Diez, las dos con sus hermanas mellizas desaparecidas durante la dictadura, así como Alicia Lesgart, cuya familia empezó a ser masacrada en Trelew, en 1972; Inés Cozzi, abogada que conoce el expediente por haberlo parido, fueron algunas de las que construyeron esa causa judicial –entonces llamada Feced– en plena dictadura, y hace 30 años juntaron muchas de las pruebas que lo convirtieron en uno de los juicios más documentados del país. Ellas pasaban las tardes escuchando los desgarradores testimonios de sobrevivientes recién salidos de centros clandestinos de detención, poniéndoles nombres a los represores, armando el mapa del terrorismo de Estado en Rosario. Por las noches, iban a una pizzería popular, la Argentina, donde tomaban vino, o cerveza. Contaban chistes y se reían, eran pura algarabía para exorcizar el dolor. Tanto, que una noche el mozo les preguntó si integraban un grupo de teatro. Bajo el manto protector de la abogada Delia Rodríguez Araya, ellas fueron parte de eso que se conoce como la resistencia civil a la dictadura. Fueron de los que detectaron esa pequeña partecita que no fuera infierno dentro de la vida cotidiana, como dice Italo Calvino en Las ciudades invisibles, y lo hicieron crecer.

Unos días después de las condenas de la primera parte de la causa Díaz Bessone, estas mujeres que rondan los 50 años se encuentran alrededor de una mesa. La hermandad subsiste, aunque ya no se vean todos los días. María Cristina Bernengo, prima de Diez, era otra de las que tomaba testimonios para sumar a una causa judicial que entonces era un sueño. Delia Rodríguez Araya era la estratega. “A los abogados jóvenes nos hizo estudiar el Código de Justicia Militar porque entonces creíamos que las causas iban a tener que realizarse en ese fuero, todavía no había llegado la democracia”, rememora Inés Cozzi, la menos verborrágica de las convocadas. Delia –fallecida el 13 de mayo de 2009– las llamaba sus “hormigas”, por el minucioso trabajo que les tocaba. A Graciela, morocha, le decía la hormiguita negra, y a Lesgart, la hormiguita colorada. Ellas se ríen de aquellas ocurrencias, como si el tiempo se hubiera detenido.

Entonces, hasta 1982, el punto de reunión fue un local de la Liga Argentina por los Derechos Humanos, donde ahora el Concejo Municipal puso una placa para recordar que allí se resistió al terrorismo de Estado. “Nos juntábamos el primer domingo de cada mes, hacíamos comidas para recaudar dinero, pero no iba nadie. Hacíamos ravioles. El que cocinaba era Fidel Toniolli, que tenía una rotisería”, relata Ana Moro. El nombre de Fidel, padre del desaparecido Eduardo Toniolli y abuelo del Edu, actual diputado provincial y uno de los referentes de Hijos en la provincia, volverá una y otra vez, como una figura central en aquellos años. “La primera vez que fui a la Liga mi papá no quería ir, porque estaba muy asustado. Ibamos al obispado y nos decían que Marta, mi hermana, estaba viva. Y él tenía miedo, creía que si hacíamos quilombo iban a matarla”, recuerda Graciela. Cuando llegó a la Liga, encontró la contracara: la cercanía y la contención. “El primero que me atendió, con un afecto tremendo, fue Toniolli. Nos abrazó, me besaba”, subraya Graciela el contraste con lo que venían viviendo. “Preguntábamos en todos lados por mi hermana, nos decían que les preguntáramos a los empresarios y a los militares, que ellos sabían.” El padre de Graciela no pudo soportarlo. Tres años después de la desaparición de Marta, murió de cáncer. “Después supe de la incidencia del cáncer en los padres de desaparecidos por los estudios de las Madres de Plaza de Mayo”, dice Graciela.

Estas mujeres recuerdan anécdotas cotidianas. Los hijos de Lesgart, en lugar de jugar a la maestra o a las muñecas, personificaban a los distintos compañeros de su madre en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, el otro organismo que prestó su sede para realizar encuentros y tomar testimonios. Mariano y Berenice, sus niños, eran pequeños, como los de Ana Moro, que además había asumido el cuidado de sus sobrinos, que tenían tres y un año cuando Miriam y Roberto de Vicenzo fueron secuestrados. “Ana y yo estábamos en la comisión de visitas, íbamos a ver gente que nunca se había acercado a ningún lado. Había mucho miedo, mucho terror en los familiares de desaparecidos”, dice Lesgart. Ana había estado diez días secuestrada en el Servicio de Informaciones, el mayor centro clandestino de la región, por donde se estima que pasaron 2000 personas.

Los primeros años de militancia fueron en soledad, las comidas con poca gente, la búsqueda de testimonios esquivos. Ese aislamiento empezó a cambiar en 1982. “La gran explosión de gente fue después de Malvinas. Pero antes de la guerra ya había venido a Rosario Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz. Al mediodía fuimos a comer, y nos amenazaron con que habían puesto una bomba en Luz y Fuerza, el lugar donde se iba a hacer el acto. Cuando llegué, estaba todo rodeado por la policía. Y me llevé una gran sorpresa porque adentro estaba repleto de gente”, cuenta Ana, todavía sorprendida de aquel día, cuando llevó una sábana vieja escrita con fibrón como primera bandera de las Madres de Plaza de Mayo.

Al encuentro de viejas compañeras se suma Manoli Labrador, la hija de una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, Esperanza Labrador, que junto a Nelma Jalil viajaban todos los jueves a la ronda de Buenos Aires, desde 1977. Los Labrador fueron diezmados por la dictadura: Miguel Angel desapareció en septiembre de 1976; Palmiro y su compañera, Graciela, fueron asesinados junto a Víctor, el padre, dos meses después. Esperanza y Manoli huyeron a España con lo puesto, pero Esperanza –tozuda– volvió meses después a buscar a su hijo. Manoli está, de alguna manera, en nombre de su madre, entrañable amiga de las demás presentes. Una anécdota que cuentan entre todas la pinta de cuerpo entero. “La primera vez que participó el Movimiento de Liberación Homosexual en una marcha de derechos humanos, el Partido Comunista Revolucionario quiso impedirles que se sumaran. Esperanza vio que se había armado lío y puso el grito en el cielo: ‘Putos o no putos, si están con las Madres, que marchen’, gritó. Y se acabó la discusión.” Esperanza murió el año pasado.

Para Graciela, 1982 fue el año de lo que llama con ironía su “ingreso triunfal” en la agrupación Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas. Entonces, punto de reunión de todas ellas. “Fue el día de la visita del papa Juan Pablo II, el 12 de junio de 1982. Teníamos una bandera de 70 metros, la llevamos bien dobladita y la idea era levantarla en el momento en el que pasaba el Papa. Cuando levantamos la bandera, la misma gente empezó a llamar a la policía. Vino un policía gordo, todo colorado. Yo hice el ademán de agarrar mi bolso, y él creyó que yo iba a volver a levantar la bandera. Me prendió, no me soltó más. También la prendieron a Lilian Etchegoy”, rememora lo ocurrido en aquella tarde, cuando una buena parte de la sociedad no veía con buenos ojos la denuncia sobre desaparecidos. “Había dos compañeros, Héctor “Chinche” Medina y Miguel Fontán, que recién salían de la cárcel, así que cuando nos llevaban estábamos contentas de que nos hubieran agarrado a nosotras y no a ellos. Cuando el tipo nos llevaba, la gente gritaba ‘Brujas, quémenlas’.” La estadía en la comisaría de Palermo no fue muy larga, pero tuvo otro episodio que hoy Graciela recuerda entre risas. “En la comisaría nos pusieron a las dos con otra chica, que nos preguntó por qué estábamos ahí. Cuando le contamos, nos decía: ‘Eso no hay que hacerlo, desprestigia a la Argentina’. Entonces le preguntamos por qué estaba ella. ‘A mí me trajeron porque me subí al caballo de una estatua para ver al Papa’, nos contestó”, y todavía se ríe. Esa misma noche las liberaron. Volvió a Rosario y, al llegar, continuaba el miedo. “Miré bien todos los placares, puse trabas, muebles contra las puertas para que nadie pudiera entrar”, recuerda ahora. Sus compañeros creyeron que nunca más participaría de actividades, pero luego se convirtió en parte de ese grupo que armó la causa, entonces llamada Feced, por el comandante de Gendarmería que fuera interventor de la policía rosarina desde 1976 y que se solazaba en las torturas a detenidos y las amenazas a familiares de desaparecidos o detenidos. Por ejemplo, a quienes iban a preguntar por sus parientes les mostraba fotos de cuerpos mutilados y les decía que eso podía pasarles a sus hijos. Feced murió oficialmente en 1986, en Formosa, pero una investigación del periodista Carlos del Frade demostró que en 1988 todavía estaba vivo. Después sí murió, y nunca fue juzgado.

Cuando la dictadura comenzaba a mostrar grietas cada vez más grandes, el equipo jurídico de Familiares y APDH empezó su trabajo contra reloj para juntar testimonios y pruebas, con visión de futuro. Otra abogada, Olga Cabrera Hansen, que había estado secuestrada en el Servicio de Informaciones, contó cómo empezaron a atar cabos. En el local recibían a los familiares, pero aún no sabían cuánto podían hacer. Un día llegaron las hermanas de Marisol Pérez, desaparecida del Servicio de Informaciones. Olga les preguntó si ella sufría del riñón. Las hermanas asintieron. De acuerdo con los relatos que había recogido en el sótano céntrico donde funcionaba el centro clandestino, les recomendó que hablaran con una compañera de cautiverio de Marisol, que la había visto con vida. Allí empezó el armado de un rompecabezas que llevó años. “Los testimonios se tomaban en una máquina de escribir, con copias carbónicas. Una copia quedaba en una caja fuerte, a nombre de Alicia. Había personas que no se querían llevar las copias de su testimonio a la casa porque los familiares no sabían que habían denunciado”, recordó Inés Cozzi, quien subrayó que “una copia de todo eso fue entregado a la Conadep cuando vino a Rosario”. Pero ellas tenían una postura crítica. “No estábamos de acuerdo con la Conadep, pedíamos la Bicameral”, subrayó. Eso no impidió que Delia formara parte de la Comisión, con toda su experiencia. Los casos documentados en aquella causa formaron parte del Juicio a las Juntas.

El trabajo excedía lo jurídico. “Había comisiones y el equipo de apoyo. La idea era instalar lo que había pasado en la sociedad, entonces empezamos a hacer actividades públicas. Ibamos a la puerta de los cines. Cuando se proyectó Missing fuimos con fotos de desaparecidos, en tamaño carta. El impacto que generaba en la gente no me lo voy a olvidar nunca”, relató Inés Cozzi. Ana Moro –todavía hoy, 35 años después, es idéntica a las fotos que conserva de su hermana– recuerda cómo la gente que salía del cine iba a abrazarla cuando veía la foto de Miriam. Las pancartas con fotos de desaparecidos que aún hoy se llevan a las marchas del 24 de marzo de Rosario son las que hicieron entonces.

“Todo el consenso social que se ve ahora, el conocimiento de lo ocurrido, fue también producto de lo que se instaló en la población, ésa es la memoria”, dice Inés. Y como la memoria está hecha de historias heroicas, algunas pequeñas, muchas desconocidas, estas mujeres forman parte de la construcción de aquella memoria, de la obstinación en conseguir justicia. Este es un suplemento de mujeres, pero en aquel grupo el equipo jurídico de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas y Gremiales, había dos hombres, jóvenes, dos sobrevivientes del Servicio de Informaciones. Uno de ellos, Eduardo “Tortuga” Nassini, murió en los ’90, con la angustia de la impunidad. El otro, José “El Gringo” Aloisio, sí estaba el 26 de marzo pasado para festejar una primera parte de la justicia.

La nota se convierte en un aluvión de anécdotas e intercambios. Las presentes parecen dialogar con las ausentes para recordar entre risas aquellos lazos que hacían soportables momentos durísimos. Alicia Lesgart cuenta que aún guarda el grabador Geloso donde registraron el testimonio de Esperanza Labrador. Ella tenía mucho para contar, y a cada rato le daban ganas de ir al baño. “Tengo grabada su meada”, se ríe Alicia y recuerda que Delia le dijo: “Llorá, Esperanza, llorá, así meás menos”. El tiempo pasa, y ellas podrían seguir durante horas recordando aquello. “No se puede resumir tanta vivencia en un ratito. Todas estas historias han repercutido en nuestras vidas”, dice Alicia. Para Ana Moro, la síntesis de aquellos años tiene que ver con Italo Calvino. “De toda esta historia, tan triste, a mí me queda la alegría de haber conocido a esta gente”, confiesa. Y todas asienten.

domingo, 20 de mayo de 2012

Detenido por el aborto forzoso de Silvia Suppo durante la dictadura

Se trata del ex policía Oscar Farina, quien quedó detenido en el marco de la causa en la que se investiga el secuestro de militantes políticos en la década del ’70, entre ellos Suppo, fallecida hace dos años.
 
 Farina está imputado de ser quien la llevó a una clínica de nuestra ciudad para que se le practicara un aborto luego de que quedara embarazada por una violación que sufrió durante su detención.

Lucila Puyol, abogada de los hijos de Silvia Suppo y de la Agrupación Hijos, confirmó por LT10 la detención y los hechos relatados por la víctima que implican a Farina y otros represores.

Puyol, relató que “Suppo fue violada por tres hombres, luego ella pide un médico y le realizan unos análisis. Perizzotti le dice que estaba embarazada y que a ese error había que repararlo. Entonces, la guardia cárcel María Eva Aevi, que recordemos ya está condenada, junto a Farina la llevan a una clínica privada donde se le practica el aborto forzoso”.

Es en este marco, según indicó Puyol, “la imputación que tiene Farina”.

Tres ex gendarmes imputados en Santa Fe

El pasado los alcanzó

Tres ex comandantes de Gendarmería Nacional que estuvieron al frente del penal de Coronda en los primeros años de la dictadura fueron imputados por el juez federal de Santa Fe Reinaldo Rodríguez quien además ordenó detenerlos para indagarlos. Hubo al menos tres muertes de detenidos por la falta de atención adecuada imputables a los jefes del penal: "El gringo" Juan Carlos Voisard, Luis Alberto Hormaeche y Raúl San Martín.

Tal como publica ayer el portal Notifé, el Comandante (Retirado) Octavio Zirone (foto) fue indagado el último lunes. En el año 2009 era el presidente del Centro de Oficiales Retirados de Gendarmería, y miembro de la Orden Militar de Caballería Hospitalaria San Ignacio de Loyola.

La investigación judicial, avanza sobre tres directores del penal que Juan Angel Domínguez, el primero en hacerse cargo del penal con la supervisión del Ejército, el mencionado Zirone -que la condujo entre agosto del 76 y hasta noviembre del 77- y Adolfo Kushidonchi.

Domínguez, que vive en Salta, fue ubicado por la Policía Federal y se esperaba que declare en los próximos días. En el caso de Kushidonchi, el magistrado esperaba noticias de su paradero.

Las actuaciones se iniciaron por el ex preso político Raúl Omar Sassi, el 21 de junio de 1984, quien denunció ante el juzgado de instrucción Novena de Santa Fe. Por los estrados judiciales desfilaron más de 30 testigos: Froilán Aguirre, el director del coro de la Universidad del Litoral, Jorge Céspedes, el periodista del diario El Litoral, Rogelio Alaniz, el secretario general de UPCN, Alberto Maguid, el abogado Jorge Pedraza, Francisco "Pancho" Klaric, y el recientemente fallecido periodista Daniel Gatti, entre otros.

Kushidonchi reemplazó a Zirone en noviembre de 1977 y ordenó, casi de inmediato, que los presos políticos más "radicalizados" sean trasladados del pabellón 5 al 3 y en el 6 quedaron los presos comunes mezclados con algunos funcionarios del gobierno justicialista destituido más de un año atrás. El 19 de diciembre de ese año falleció producto de una tremenda omisión de auxilio el militante Luis Alberto Hormaeche quien luego de sentir un fuerte ataque chocó su cabeza varias veces contra el muro de la celda y luego quedó tendido en la cama. El pedido de ayuda de su compañero llegó tarde. Cuando el enfermero llegó su salud era muy precaria. Murió cuando era trasladado a una sala de hospital en Santa Fe. Militaba en UPCN y formaba parte del coro Musicantropus.

La dirección de la cárcel puso luego un preso político por celda. Los médicos no cumplían su función de asistencia y sólo recetaban aspirinas a los detenidos. Ante cualquier complicación los remitían a la sala de guardia del penal o a Santa Fe. El 8 de abril de 1979 murió en el pabellón 5 Raúl San Martín, que estaba en el pabellón 3, como los denominados "irrecuperables". Luego de una larga agonía, que no encontró respuesta de nadie, cerró sus ojos para siempre producto de un cuadro de meningitis.

"El gringo" Juan Carlos Voisard murió el 15 de agosto de 1976. La versión oficial informó que fue producto de un ataque de presión. El acta de defunción no mentía, pero no contenía el relato de sus compañeros que lo escucharon quejarse durante horas pidiendo medicación para su presión arterial.

Todo lo que tienen es su propio nombre

La placa que recuerda a los desaparecidos de Derecho está pero es genérica. Quieren que ahora figuren los nombres de los once.

 Por Sonia Tessa

Cuando Ana Clara Palombo fue a inscribirse a la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario, notó que la placa en recuerdo de los once desaparecidos que estudiaron allí era genérica, no tenía los nombres de cada uno. Además, estaba descuidada. Como presidenta del Centro de Estudiantes del Superior de Comercio, había impulsado que cada una de las aulas de la escuela llevara el nombre de un desaparecido que estudió en esa escuela. Eran 20, y 27 salones. En los restantes, se reconoció a otras personalidades de la ciudad como Rubén Naranjo y Olga Cossettini. La militancia universitaria, aún, se le presenta esquiva. Son otros códigos, que todavía la intimidan. Pero está decidida a impulsar la placa, y para eso presentará en los próximos días una nota al Consejo Directivo de la Facultad. En esa nota, argumenta la necesidad de recordar a cada uno de los militantes desaparecidos.

"Hace aproximadamente un año presenté en Asamblea Ordinaria del Centro de Estudiantes un proyecto titulado "Memoria On", que consiste en la instalación de una placa con apellido, nombre e identidad política de abogados egresados y de estudiantes que se encontraban cursando en esta Facultad al momento en que fueron asesinados o desaparecidos durante la última dictadura militar acontecida en nuestro país, víctimas de las más graves violaciones a los derechos humanos", dice el texto para el que María Clara está juntando firmas de personalidades de la ciudad. "El plan fue apoyado por la totalidad de los estudiantes presentes en dicha Asamblea, contándose con el aval de representantes de todas las agrupaciones. Por lo tanto, el proyecto tendría su origen en el claustro estudiantil", continúa.

Ana Clara tiene recién estrenados 20 años, y se pregunta si su impulso a este proyecto nace de la ingenuidad. Encuentra otras respuestas. "En la escuela se hablaba más de estos temas y creo que un país sin memoria no tiene mucho futuro", afirma. Su propia historia personal ﷓a la que ella no alude﷓tiene que ver con esta historia: su padre, Jorge, fue militante de la UES, estuvo desaparecido y luego fue preso político. Al salir, se exilió en Venezuela donde conoció a Amparo, la mamá de Ana Clara. Esa historia que la joven quiere reivindicar es parte de la suya, pero ella sabe que es, fundamentalmente, una historia colectiva.

Ana Clara es tímida, pero está decidida a llevar adelante su proyecto para que cada desaparecido sea nombrado en su Facultad. "La finalidad de 'Memoria On' no es solo crear un espacio para la reflexión de nuestra historia como país, sino que además busca concientizar a los alumnos acerca de lo que es la construcción de un futuro basado en la defensa de los derechos fundamentales de los seres humanos. Considero oportuno señalar que como estudiantes de Derecho resulta un deber necesario construir nuestro conocimiento en base a un ideal de justicia y respeto a la memoria colectiva", indica el texto que la joven pondrá a consideración de los consejeros directivos de su Facultad.

Los estudiantes que formarán, en principio, parte de la placa que Ana Clara proyecta son José Antonio Oyarzábal (JUP, Montoneros), Eduardo Felipe Laus (JUMP, Montoneros), los dos asesinados en la masacre de Los Surgentes, así como Sergio Angel Rúa, también de la JUP, Edith Virginia Bazzara, y Adriana Tasada de Megna, todos militantes con la misma identidad política. En cuanto a los abogados que Ana Clara propone homenajear son Juan Máximo Ferrarons, de Montoneros, Felipe Manuel Rodríguez Araya, de la Unión Cívica Radical; César Raúl Tabares, del Movimiento Revolucionario Peronista (la cárcel de Coronda, de la que fue director, lleva su nombre), y Eduardo Garat, de la JUP.

Ana Clara considera "correcto" agregar "nombres, apellidos e identidades políticas de personas que resultaron víctimas de los mismos delitos de lesa humanidad pero en un período anterior a la fecha en el cual aconteció el último golpe de estado. He considerado correcto agregarlas ya que pertenecen al mismo proceso histórico".

sábado, 19 de mayo de 2012

Ratifican condenas a Brusa y Cía.

Jefe de la patota de saco y corbata

Ahora queda abierta la vía para un segundo juicio a los mismos imputados, pero ya no por secuestros sino por "asociación ilícita".

 Por Juan Carlos Tizziani

Desde Santa Fe

La Cámara Nacional de Casación Penal ratificó ayer el fallo del Tribunal de Oral de Santa Fe que en diciembre de 2009 condenó a 21 años de cárcel a Víctor Brusa, el primer juez federal de la Argentina juzgado por delitos de lesa humanidad y a un grupo de tareas: los oficiales de Inteligencia Héctor Colombini y Eduardo Ramos (a 23 años), los jefes de dos centros clandestinos, Juan Calixto Perizzotti (a 22 años) y Mario Facino (a 20) y la ex carcelera María Eva Aebi (a 19 años), también la primera mujer condenada por violaciones a los derechos humanos en el país. "Estamos muy emocionados",  uno de los fiscales que intervino en el juicio, al anoticiarse que la Cámara había confirmado las penas por los 55 hechos que se ventilaron en el debate. Por lo que ahora, queda abierta la vía para un segundo juicio a los mismos imputados, pero ya no por secuestros, torturas y apremios ilegales, sino por otro cargo: "asociación ilícita".

La sentencia a Brusa y compañía fue ratificada por la Sala II de la Cámara Nacional de Casación Penal con el voto unánime de sus tres jueces: Alejandro Slokar, Angela Ledesma y Pedro David. Hace menos de dos meses, el 23 de marzo, la misma Sala ya había confirmado la condena al ex agente secreto del Ejército y dirigente del gremio de la UOCRA, Horacio Barcos, a 15 años de cárcel. Lo que significa que Casación ya ratificó dos sentencias del Tribunal Oral de Santa Fe, aunque con distintos integrantes. En el juicio a Brusa, el tribunal estuvo integrado por el juez de Paraná, Roberto López Arango -que lo presidió﷓ y los abogados Andrea Creus y Carlos Renna, mientras que en el de Barcos intervinieron los jueces José María Escobar Cello, María Ivon Vella y Daniel Laborde. En el primero, el Ministerio Público estuvo a cargo de los fiscales Martín Suárez Faisal y José Ignacio Candioti.

Brusa fue condenado a 21 años de prisión por ocho casos de "apremios ilegales" durante la dictadura cuando era el operador del ex juez federal Fernando Mántaras, ya fallecido, a quien sucedió en el cargo durante el gobierno de Carlos Menem. Hoy, cumple su condena en la cárcel de Las Flores, mientras es investigado en otras causas.

"Era el jefe de la patota de saco y corbata", lo definió una de sus víctimas, Silvia Abdolatif, que tardaron 25 años en llevarlo a juicio desde que lo denunciaron ante la Conadep, en 1984. Y once años, desde que lo acusaron ante el juez español Baltazar Garzón, quien ordenó la extradición y su captura internacional.

La Cámara de Casación ponderó la sentencia del Tribunal de Santa Fe que probó que Brusa judicializada las declaraciones tomadas bajo torturas en centros clandestinos donde operaban los grupos de tareas. "En lo que atañe a Brusa, se acreditó que, como empleado judicial, tomó testimonios mediante amenazas y torturas para armar causas con el fin de legitimar la detención de las víctimas. Su rol, en la realidad, no era el de un simple empleado adscripto, sino de un colaborador directo y de confianza" del juez Mántaras, a quien en el juicio uno de sus ex secretarios, el doctor Rodolfo de Aguirre, calificó como "un nazi".

Brusa -dice el fallo de Casación "concurría a los lugares de detención, acompañado muchas veces de un empleado del Juzgado (el sumariante Ciriaco Núñez), dialogaba con los detenidos, estaba al tanto de sus causas, les reprochaba conductas determinadas, y ese contexto con total impunidad los apremiaba para que declararan en determinado sentido, bajo amenazas de ser sometidos a sesiones de tortura. La gravedad de los hechos es demostrativa de por sí del poder real e impunidad de que hacía gala y del dolo en su accionar", dijo la Cámara. Y sentenció: Brusa aportó su grano de arena al plan general que se constituyó en victimizar a las personas" que sufrieron el terrorismo de estado. "Visto desde la individualidad de cada conducta atribuida, de no haber existido su aporte tal vez no hubiese cambiado la historia o el final del destino de esas personas, pero les hubiese ahorrado el padecer la propia conducta del imputado, eventualmente demorando la causación del daño y principalmente, aunque parezca una obviedad, eximiéndose de responsabilidad. Su accionar a cara descubierta y sin ocultar identidad, en realidad no sirve como elemento desincriminante, sino más bien para patentizar el grado de impunidad con que podía actuar en nombre y representación de la justicia", agregó.

Brusa "gozaba de la confianza del juez Mántaras", sabía que "las declaraciones habían sido obtenidas bajo torturas" y amenazaba a sus víctimas "con reiterarlas si se lo contradecía. El objetivo era encontrar justificativos aparentes para dar legitimidad judicial a la privación de libertad"